domingo, 9 de mayo de 2010

Nadie tiene porque saber nada

-Para matar tienes que tener el corazón congelado. O simplemente no tenerlo.
El coche avanzaba a toda la velocidad a la que le permitían sus ya desgastadas piezas. No podía evitar mirar hacia atrás con un gesto nervioso. Aun que hacía ya tiempo que había dejado de ver la lisa superficie del agua no podía dejar de ver en su cabeza las ondas que habían hecho los cuerpos cuando los arrojaron al fondo del lago. Sabía que era totalmente imposible que alguien los encontrase en ese lugar perdido de la mano de cualquier dios y menos aún que supiesen quien había convertido a esas dos personas en cadáveres y los había dejado allí.
-Tienes los nervios de punta. ¡¿No estarás pensando en delatarnos no?! Solo conseguirías una cadena perpetua y si lo haces te juro que haré que cada una de tus horas sea un puto infierno. Solo tienes que cerrar tu enorme bocaza por una vez! ¿Me has entendido?
-Sí joder, relájate.
Las cuatro horas de coche se le hicieron eternas, tanto que casi no pudo creerlo cuando finalmente el coche paró delante de su casa. Se bajó de un salto del puesto de copiloto, cerró la puerta de un golpe y entró en su casa sin mirar hacía el coche que volvía a arrancar y se alejaba.
Cerró la puerta principal y se derrumbó. Asestó puñetazos a todas las paredes hasta que le sangraron los nudillos y rompió todo cuanto pasó por delante de sus ojos. Se tiró en el sofá.
-No es culpa mía. No podía hacer otra cosa. Si no hubiese sido yo lo hubiese hecho cualquier otro. Necesitaba ese dinero de verdad. Lo siento lo siento lo siento.
Temblaba.
Cerró los ojos con fuerza y eso lo empeoró aún más. Tenía grabadas en la retina sus caras, no podía olvidar sus últimas miradas. Y cuando por fin durmió, soñó con ellas. Y al despertar se preguntó si podría acostumbrarse a aquello alguna vez.
-No tengo otra opción.

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